martes, 25 de septiembre de 2012

El Alma del Gladiador Capítulo 3

Anterior:  El Alma del Gladiador Capítulo 2   

    Pasó la tarde y se ponía el sol, y Hime se marchó a casa. Yo la acompañé hasta la mitad del camino, como era habitual. Aquella noche no podía dejar de pensar en lo que había ocurrido a la salida del colegio, y sobre todo en las imágenes que irrumpieron en mi mente mientras la curaba.

    Sabía que todo iba a cambiar. Me sentía como un niño pequeño (más pequeño todavía) jugando en el borde de un precipicio, siempre despreocupado. Pero notaba que los hechos de ese día me empujaban irremediablemente hacia el borde. Daba miedo. De verdad, daba mucho miedo. Pero la imagen de mi Hime con su vida destrozada... eso sí que daba miedo. Así, entre pensamientos pasé la noche, dando vueltas en la cama, con lo que apenas dormí.

    Amaneció al día siguiente: cortina abierta de par en par, persiana levantada; la luz del sol caldeaba mi rostro, y sabía lo que venía. <<Si pongo un pie fuera de esta cama ya no me podré echar atrás. Vamos, cobarde. Si tienes miedo no te levantes>>. Un mar de preguntas retóricas en mi cabeza, ya respondidas en sueños. <<¿Es que acaso cabe un instante para dudar?>> 
 
    Firmemente me levanté, me duché y me vestí. Tomé el desayuno como siempre y me dirigí al colegio. Al coger el picaporte de la puerta lo hice temblar, dejando ver mi nerviosismo. “¿Sucede algo, señorito? ¿Hay algo que no está bien?” Yo no respondí, sólo miré a mi sirviente. Él pareció comprender algo, pues nada más ver mis ojos dijo “hágalo bien, señorito”.

    Como ya era costumbre me encontré con mi Hime antes de llegar al colegio. “¡Buenos días!” Fue ver su rostro sonriente, y escuchar su voz, y me dio la impresión de que mis dudas y temores eran abrumados por ellos.
¿Qué tal están tus heridas?”
Ya me duelen menos, pero todavía se están curando.”
Juju, ¿conque sí? Entonces no te preocupes, no en vano me llaman 'Kotaro el carnicero'...” Hice ademán de sacar algo de mi cazadora, ante lo cual su rostro se tornó graciosamente pálido. “¡Jaja! Era broma jajaja!” 
 
    Una linda expresión de enojo infló sus papos, lo que ya eliminó todo ápice de duda de mi corazón, suponiendo que aún quedara algo. “¡Jo! ¡Eres malo!”
Lo siento, lo siento. Es verdad, soy un poco gamberro.” No había nada más para mí, simplemente debía proteger eso que me daba la vida.
 
    Llegamos a la verja de la entrada, abierta de par en par como siempre. Según entrábamos recordaba claramente lo que pasó el día anterior y mi corazón golpeaba duramente en mi pecho. Y justamente como me temía, allí estaban ellos, los mismos de ayer, mirándonos con la misma sonrisa. Con un nudo en mi garganta la conversación se interrumpió, y de pronto el patético sentimiento olvidado volvió a mí.

    Pasamos en silencio, yo mirando al suelo y ella ¡mirándoles a los ojos! Me dio la mano y tiró de mí, haciéndome sentir como un niño pequeño e indefenso.
Tras el mal trago seguimos hablando, aunque el ambiente era pesado. Estábamos abocados a ser el blanco de los abusones, aquello era inevitable. Entramos en el viejo edificio escolar y llegamos a clase poco antes de sonar la campana.

    Durante las primeras clases no dejaba de temblarme el pulso, y mis piernas se movían inquietas como si estuvieran vivas. “Kotaro, por favor, continúa leyendo”. Estaba tan ensimismado que ni siquiera escuché el llamado de la profesora. 
    “¡Kotaro!” Los niños se rieron. “¡Permanece atento! Comienza en la página 35, cuarto párrafo.” 
Leí nerviosamente, tartamudeando un poco. Los niños cuchicheaban mientras mi hime me miraba preocupada.

    Llegó la hora del almuerzo, y fui a la mesa de Hime a comer el bocadillo. Mi inquietud era tan evidente que al desenvolver el papel de aluminio casi lo dejé caer. Hime lo cogió hábilmente al vuelo y me lo dio de vuelta; al hacerlo sostuvo mi mano. 
 
    “Sé que es difícil, y que tienes miedo, pero no te preocupes. Yo te protegeré. Voy a estar contigo pase lo que pase.” Sus palabras eran cálidas como el sol en una mañana de los primeros días de la privavera. Mis pupilas se encogieron como cabezas de alfiler y recordé las imágenes que todavía flotaban en mi mente. <<Es cierto. Tengo que proteger lo único que tengo, aún si me cuesta un alto precio>>.
Como si sus palabras fueran un antídoto me calmé.

    Continuamos conversando alegremente mientras comíamos nuestros bocadillos con voracidad.
Las siguientes horas se me pasaron rápido, ya más calmado. Era la última clase, y quedaba una media hora para el toque de la campana. Estaba prestando atención al profesor, cuando (como hacía continuamente) giré mi cabeza hacia Hime. Ella estaba también concentrada en la pizarra (o eso hacía parecer, al menos), pero las piernas le estaban temblando, y su rostro estaba más pálido de lo normal.

    Había podido fingir que no tenía miedo hasta ahora, pero incluso ella tenía un límite. Estaba claro que había estado actuando por mí, para darme seguridad. Y le podía estar agradecido. ¿Qué habría sido de mí si ella hubiera mostrado signos de temor?

    Entre la atención a la clase y mis pensamientos llegó el fatídico sonido. La campana retumbó en mis adentros como si me estuvieran taladrando los oídos. Ella dio un respingo en su asiento. Poco después me dedicó una mirada y pareció que de repente dejaba de temblar. Calmadamente se levantó y caminó hasta mi mesa, sin apartar los ojos de mí.

    Al llegar me tendió la mano. Y una sonrisa tensa invadió su inocente rostro. “¿Qué dices, Kota, vamos a casa...?” Incapaz de hacer nada más, sólo asentí y tímidamente cogí su mano. A duras penas podía imaginar el horror que Hime estaba sintiendo, mientras lo ocultaba por mí. Ella era 'la decidida', de modo que siempre acababa tirando de mí para lo que fuera. 
 
    Mientras me remolcaba a lo largo de los pasillos mi mundo se hizo pequeño y cerrado, como si su mano fuera mi única conexión con el exterior. Mis ojos entornados, mi respiración lenta como si estuviera aletargado. Mis manos estaban heladas. Mi cuerpo parecía ajeno. A pesar de la situación, en pocos momentos de mi vida me había sentido tan calmado. Y en mi mente abstraída tan sólo una oración: <<por favor, quiero valor para defenderla... por favor...>>
Aún así era consciente de que le temblaba ligeramente la mano. 

    Rápidamente llegamos a la verja de la salida. <<Bien. No hay nadie. Estamos salvados>>. Hime dio un suspiro de alivio, pero mi estado no cambiaría así de fácil. Doblamos la esquina sonriendo, cuando ¡paf! Algo delante de ella la empujó y cayó al suelo. Nos habían estado esperando. Eran los cinco de la última vez. Mis peores temores se estaban volviendo realidad. 

Siguiente: El Alma del Gladiador Capítulo 4 


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El Alma del Gladiador by Ignacio García Pérez is licensed under a Creative Commons Attribution-ShareAlike 3.0 Unported License.

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